Antes de ver una película me gusta informarme sobre de qué va y, en base a eso, decidir si verla o no. Pero, ya que estaba probando cosas nuevas, decidí cambiar mi rutina y comenzar a ver la película sin ningún tipo de información, y dejar así que me sorprendiera con su fotografía, su música, su historia y sus personajes. Con esta introducción sobre mí, aquí dejo mi opinión sobre “Una pastelería en Tokyo”:
Este film narra la historia de Sentaro, un hombre solitario de mediana edad que regenta una pequeña pastelería en Tokio donde sirve dorayakis, unos pastelitos rellenos de una pasta de judías rojas típicos de Japón. No trabajaba allí por gusto, ni siquiera le gusta el dulce, pero tras haber tenido que pasar unos años en la cárcel, durante los cuales murió su madre, le ofrecieron ese trabajo a cambio de así saldar su deuda.
Una buena mañana, una simpática anciana se ofrece a ayudarle, y aunque él al principio le pone impedimentos respecto a su edad y salud, tras probar la pasta que realiza la anciana no tiene otro remedio que aceptar su ayuda y la contrata en su negocio.
La señora se llamaba Tokúe, y todo lo que hacía lo hacía con muchísimo cariño, atención, esmero y cuidado. Prestaba muchísima atención a todo, e incluso dejaba que las propias judías le contaran su viaje desde que fueron plantadas hasta que llegaron a aquella olla donde se estaban cocinando, y las hospedaba porque deben estar cansadas. Lo hacía todo sin prisa alguna, pues, como dijo ella, “es como una primera cita, hay que esperar a coger confianza”.
Al principio, Sentaro se desesperaba un poco, porque quería hacerlo deprisa para poder vender los dorayakis, pero una vez los probó con la pasta de judías de Tokúe, se convenció al cien por cien de que merecía la pena esperar lo que hiciera falta si el resultado era tan bueno. Más aún, el negocio prosperó muchísimo gracias a Tokúe, quien a pesar de ser la razón del éxito de la pastelería, siempre se mantenía en segunda fila, no quería destacar.
Un día, llegó la dueña de la pastelería para hablar con Sentaro. Se había enterado de que Tokúe tenía lepra, y vivía en la zona de cuarentena de los leprosos. No quería que siguiera allí en la pastelería, pues si la gente se enteraba nunca más volverían y perdería el negocio, aparte de la infinidad de rumores que se crearían en torno a ella y su familia. Además, hablaba de Tokúe como si estuviera infectada, como si fuera un animal que debía estar encerrado y no salir nunca, incluso después de morirse, privado de libertad. Sentaro no estaba de acuerdo, pero la dueña le chantajeó y, desgraciadamente, no le quedó más opción que ir separando a Tokúe y la pastelería, hasta que finalmente Tokúe no volvió más.
También tenemos otra protagonista: Wakana, una niña que se encarga de su casa, su madre y su canario. Es una chica callada, tímida y trabajadora, que finalmente decide irse de casa para ser verdaderamente feliz, encontrar su propia libertad.
Así, durante la película se nos muestra que todos tenemos unas cadenas invisibles que nos privan de nuestra propia libertad:
Sentaro estaba atado a trabajar en un lugar donde no era feliz, porque tenía que saldar una deuda y a cambio de lo cual le obligaban a hacer cosas que no quería.
La dueña de la tienda, atada a las impresiones y comentarios de los demás, en lugar de vivir su propia vida. Siempre pendiente de los rumores y el qué dirán.
Wakana, vivía en una casa donde su madre no se encargaba de ella, sino que la trataba como si no existiera o sin ningún tipo de afecto; sólo recibía afecto del canario.
El canario, aunque piaba feliz, vivía encerrado en una jaula pequeña, que no le permitía ser libre como los demás pajarillos.
Y, por último, Tokúe, vivía en una zona aislada, donde reinaba la paz, pero cada vez que se adentraba a la ciudad era juzgada, mirada por todos con miradas de desprecio, miedo, asco… llenos de estigmas.
Además, esa zona tan tranquila y pacífica en mitad de un bosque donde vivía, en sí misma era una especie de prisión, donde fue abandonada por su hermano cuando era joven por el hecho de probablemente tener lepra, y donde le fueron retiradas todas sus pertenencias y recuerdos familiares, quedando sola.
No obstante, ella era la única que había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, a apreciar cada mínimo detalle. La brisa, el movimiento de las ramas de los cerezos, sus flores, incluso las propias judías, la espuma, el agua. Y eso le hacía estar feliz, la llenaba por dentro. Y lo transmitía a los demás. Así es cómo ayudó a Sentaro y Wakana a quitarse sus propias cadenas, se ganó su confianza poco a poco, hasta que le confesaron sus problemas. Les alivió su carga.
Sin embargo, cuando más la necesitaban, se encontraron con que ya había fallecido. Eso les rompió el alma. Pero ella les dejó sus únicos bienes y sus últimas palabras en una pequeña grabadora: así, Sentaro pudo seguir haciendo dorayakis, ahora ya por gusto en lugar de por obligación, gracias al menaje de cocina, la receta y lección de vida que Tokúe le legó; Wakana pudo ser más fuerte para sentirse ella misma y disfrutar de la vida, y el canario fue liberado de su jaula.
De esta forma, Tokúe los liberó a todos. Es muy curioso que precisamente los liberara quien, supuestamente, menos libertad tenía. Quien aparentaba ser la más débil, resultó ser la más fuerte. Pero, es que, en realidad, todos tenemos muchas cadenas. Unas se ven y otras no, pero cada uno de nosotros cargamos con ellas y a veces nos encerramos en ellas, no las dejamos salir. Y se hacen más grandes... hasta que las compartimos con alguien, y sentimos alivio; comenzamos a ayudarnos mutuamente a llevarlas. Y nos sentimos más libres, menos encerrados, con más ganas de disfrutar y apreciar los pequeños detalles que nos guarda la vida.
Nos sentimos, entonces, como Tokúe.
A.C.