En las aulas de medicina, el cerebro es un ordenador. Sus cables de neuronas cruzan de este a oeste y de norte a sur. Un atlas único para todas las almas de este planeta: estándar, predecible. Surcado por unas moléculas (llamadas neurotransmisores) que, como niños obedientes, circulan en fila india de uno a otro recoveco, de tal circunvolución a esta otra.
La palabra enfermedad quiere decir falto de firmeza. La enfermedad mental, piensan muchos médicos, es una arruga en el mapa, un seísmo que hace tambalear la integridad de las autopistas químicas que con tanto empeño han (hemos) estudiado. A grandes males, grandes remedios y a problemas químicos, remedios parejos. Así, a golpe de libro y catedrático, con un arsenal de contrapesos farmacológicos bajo el brazo, salimos de la facultad para entrar en acción.
Llego a la URA un lunes por la mañana. Un corazón de tiza en el suelo corona el portón metálico de la entrada. El primer impulso es dar media vuelta: “Te has equivocado. Esto no es un hospital”. Estaba lejos de imaginar que “las apariencias engañan” sería el motto de las próximas dos semanas.
Durante esta quincena he practicado yoga en vaqueros, constatado que sigo desafinando, devorado periódicos y coqueteado con Morfeo durante las sesiones de meditación. Poco a poco los diagnósticos y las pastillas han ido dando paso a caras, personas, amigos. He tenido conversaciones increíbles, escuchado música nueva y descubierto que el cine es el más afilado bisturí de la realidad. Soy una privilegiada. He tenido la suerte de poder cambiar las habitaciones sin ventanas de cualquier consulta por la gran familia que es la URA, de cambiar la instantánea por una cinta, lo patológico por lo holístico.
Sin embargo, cuando la burbuja estalla me pilla desprevenida. “Pero bueno, ¿qué has hecho de medicina de verdad?” fue lo que obtuve tras contar a unos amigos a qué había estado dedicando las mañanas. Repaso mentalmente los objetivos de mi lista de prácticas. No cumplo ninguno. Ojeo la libreta que había estado llevando a todas partes. Solo tengo apuntados vuestros nombres.
Las apariencias engañan. El dolor se disfraza de carnaval, el humor se esconde en la casualidad, la belleza se agacha bajo la cotidianidad y los cuidados (¿qué es sino la salud?) se guarecen bajo la fachada de un gesto amable, un silencio elocuente, un voto de confianza.
Dicen que cuando Benjamin Franklin navegaba destino a Francia con misión diplomática se quitó la peluca y la arrojó al mar. Se dirigía a la pomposa corte de Versalles con el fin de recabar apoyos para el recién nacido país: Estados Unidos. Lo hizo a plena vista, para que todos lo vieran. Fue toda una declaración de intenciones: las pelucas eran símbolo de estatus y renombre. Pretendía así eliminar barreras, salvar las distancias. Franklin soñaba con una nación en la que todos los hombres fueran libres e iguales.
La enfermedad mental no es una peluca. El estigma que la acompaña sí lo es. Reformulemos las etiquetas en historias, abandonemos el paternalismo y establezcamos el diálogo, tan necesario, entre el otro y yo. Pronto, solo quedará el “nosotros”.
C.U